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Las formas de la adivinación

Por César Samboní

Ante la inminencia de la vida y sus golpes férreos es mejor ir tras el color de la montaña. Caminar como un iluminado que ha sido capaz de vivir en la oscuridad más absoluta, en la deriva de los días que se repiten como un mantra aprendido en las lecciones de los veintitrés años, cuando fluía la respiración como un acto vano, inocente de las temibles noches en que el corazón se adormece como la madera al presagiar el fuego. En las horas en que los bansuri bastaban para el inicio de la alabanza y apenas un poco de agua era el alimento. Hasta que, comprendemos que las aguas claras dan paso a las aguas oscuras y no hay otro camino que salir de nosotros mismos. Abajo, en la huida, quedó como una sierpe dormida, una piedra callada y unos cuantos frutos rebosantes, pero el miedo y el fragor de la travesía fueron dolorosos, los quietos árboles dan fe de lo que se atestigua. Un día, el poeta pensó o se dejó llevar por la fuerza de las raíces, y vio cómo el camino se transformaba en una sucesión de trozos de neblina, ardua fue la jornada. Escuchar el canto de los barranqueros, adivinar el vuelo de unas aves desconocidas, sentir la tibieza de las hojas bajo el asombrado pie, percibir la cercanía de la quebrada. Caminar era una palabra que se desnudaba lentamente por las insospechadas caídas de la tierra. Caminar fue una profecía, de la cual somos sus mudos amantes, que fervientemente siguen aguardándola.

En esta visión, del que alcanza a recordar unos leves susurros, pensaba cómo los lugares van mutando en el glorioso desenfreno del progreso. Es justo que el antiguo invento de las palabras preserve algo para los que han de venir. Ignoramos sus rostros o sus rituales del encantamiento, ¿qué necesita la mano para ser mano? ¿qué requiere la sed para ser saciada? ¿no es acaso el origen de los que somos lo único que es capaz de decir en qué sustancia o modo de existir vamos a convertirnos? ¿en qué momento las nubes dejaron de ser nubes? ¿cómo y en qué invención decidimos que era imperativo reducir las cosas a unas cuantas cifras?

La exhalación de las ciudades tiene mucho de alivio para los que resisten la gruesa capa de asfalto. El hombre debe vivir de algo, para algo y por algo, rezan las nuevas lecciones de los maestros. Los apetitos han adquirido otros sonidos. Caminar la ciudad es un privilegio nuevo, hemos reinventado el mundo, sin embargo ¿será el mundo capaz de hacer lo mismo con nosotros? Hemos reinventado el mundo, para poder mirar hacia adentro de lo que somos y de lo que fuimos. En un instante, breve por demás, fuimos olvidando sentimientos que un día nos deslumbraron. Dimos la lucha para que el vacío llegara a poblar un tiempo sobre poblado de signos, recargado de causas que terminaron siendo otro mecanismo de nuestra derrota. Nombramos las cosas y su nombrar se volvió laberinto innombrable. Dedujimos el arte de perpetuar los objetos y ahora el miedo de nuestra propia pequeñez nos aterra en la otra esquina de una calle cualquiera, en la estantería de unas vitrinas luminosas o en el incesante grito de los cajeros automáticos. La ceguera nos acobarda. ¿Cuándo íbamos a imaginar que un trozo de metal cubierto de plástico podía llevar el eco de los pensamientos? Bajo el cielo de los extenuantes inviernos, el mundo sobrevive, las noches se han hecho más cortas, lo que era misterio y grafemas sin sentido, ahora son adornos que cuelgan de los muros que los niños reconocen como un interminable juego.

Un día, la palabra belleza reclamaba la renuncia del poseer, como si fuese un modo oscuro de estar en el mundo. Se decía que el premio del guerrero era el cuerpo tantas veces deseado, que la honra de un lugar era su historia más no su tiempo presente. Otro día, se anunció que el mundo es una representación de lo que somos y de repente como un rayo fatídico, lo que éramos se desmoronó como un castillo hecho con las invisibles medidas del viento. Algo de aquellas sentencias, se quedó en la piel de las muchachas, que iban en silencio al encuentro de un río, o acudían al filo de la tarde, bajo los cómplices árboles a la revelación de su cuerpo. Nunca el miedo fue tan fascinante, no hagas esto o aquello; y la negación era la confirmación de lo verdadero. El sueño es una prolongación del deseo. Nunca como ahora es tan urgente acudir al sortilegio, al olvidado ritual de la adivinación.

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