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¡Si no tiene plata para qué invita!

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Por Juan Carlos López Castrillón

Ella se llamaba Amanda, tenía un año más que yo y los dos estábamos en quinto de bachillerato, aunque en distintos colegios. Llevaba meses esperando a que me aceptara ir al cine, hasta que un día me dijo: –Está bien, vamos el sábado a ver ‘Serpico’,

La recogí en su casa, tembloroso por la febril inquietud propia de una cita a los 15 años. Mientras atravesábamos el parque de Caldas, caminando despacio hacia el teatro Anarkos, volví a repasar mentalmente las cuentas; sabía exactamente cómo me debían rendir los pesos que llevaba en el bolsillo. El presupuesto era muy ajustado, daba para las dos entradas, crispetas, gaseosas y un bom bom bun.

Ya casi terminando la película, mi corazón se aceleró cuando se dejó coger la mano. No recuerdo haber visto más la cinta, pues toda mi atención estuvo centrada en lograr que esa mano no sudara. Lo que siguió fue dramático.

Inesperadamente, me susurró al oído: –¿Qué tal si ahora nos vamos a tomar una cerveza por ahí? Me quedé frío. De manera ingenua, me acordé de la frase de mi tío Jorge Illera: “Con la verdad nos defendemos”; y le dije: –Lo que pasa es que ahora no tengo plata, ¿qué tal el otro sábado?

Jamás he podido olvidar las palabras que salieron lentamente de su boca: –¡Si no tiene plata, para qué invita! Nos devolvimos rápidamente hasta su casa y jamás me atreví a invitarla de nuevo.

Esa fue mi primera clase práctica de administración, de la cual aprendí un postulado básico: todo proyecto debe tener clara su financiación desde el inicio, de lo contrario corre un alto riesgo de ser descartado antes de nacer, como mi brevísima relación con Amanda.

Esta realidad aplica también para el sector público, en particular ahora que acaban de ser aprobados los Planes de Desarrollo de los nuevos gobiernos, aquellos donde se dejan enunciados decenas de proyectos, cuando muchas veces en la realidad están desfinanciados. Si no hay plata ni capacidad de gestión, no hay que ‘invitar’ o ilusionar a las comunidades.

Volviendo a Amanda, unos años después me la encontré en la universidad, nos reímos del “incidente” y me dijo: –Ese día yo tenía en el bolso la plata de mi mesada, lo que quería era que me invitaras a una cerveza. Ahí concluí que los únicos proyectos que no requieren estudio de factibilidad son los sentimentales.

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