Inicio OPINIÓN PALOMA MUÑOZ 82 jóvenes fueron asesinados

82 jóvenes fueron asesinados

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No quiero hablar del 8 de junio de 1929, cuando fue enterrado el estudiante de derecho Gonzalo Bravo, asesinado en medio de protestas por la masacre de las Bananeras. Esa fecha se recuerda cada año en homenaje a los estudiantes caídos, pero prefiero centrarme en eventos más contemporáneos. En tiempos recientes, como el denominado “Estallido Social”, los colectivos sociales se movilizaron y lucharon por la reivindicación de derechos en Colombia, y 82 jóvenes perdieron la vida en el proceso.

Entre 2019 y 2021, el país vivió el estallido social más importante de su historia, activado inicialmente por la presentación de una reforma tributaria y a la educación superior, acentuado por la pandemia del COVID-19.

Es crucial destacar la importancia de los colectivos y su papel en estas movilizaciones, aunque no siempre reciben la visibilidad que merecen. Y por eso he traído a colación esta recordación, para borrar esa estigmatización de vándalos y para que haya una transformación en cuanto a la narrativa frente a los jóvenes, de “vagos” e irresponsables.

Las marchas avanzaban con ritmo decidido por las calles de las ciudades de todo el país. En Popayán, banderas de colores representando sus organizaciones, ondeaban al viento, acompañadas por cantos y tamboras que resonaban en el corazón de la ciudad, había un escudo que decía “El bambuco resiste”. Era una imagen vibrante, una expresión de vida y resistencia que, sin embargo, no siempre lograba atravesar el filtro de los medios de comunicación. De igual manera esto que se vivió en Popayán, simultáneamente estaba sucediendo en las otras ciudades.

A pocos metros, un grupo de jóvenes afrocolombianos bailaba al son de tambores, sus movimientos eran una mezcla de tradición y resistencia con ritmos del pacífico caucano. “Estamos aquí para ser vistos y escuchados”, decía Manuel, uno de los líderes del grupo. “Nosotros también sufrimos, también perdimos, y también luchamos por un futuro mejor. Pero eso no sale en las noticias”.

Durante el día, el movimiento LGTBI, en Bogotá, por ejemplo, mostraba una pancarta impresionante que reclamaba derechos, equidad, patrimonio y adopción. También estaban presentes las comunidades afrocolombianas e indígenas, que fueron fuertemente atacadas, especialmente en lugares como Cali. Todos estos colectivos tenían agendas y propuestas que merecían ser escuchadas.

En las noches, cuando la mayoría de los manifestantes pacíficos ya se había retirado, se desataba el vandalismo infiltrado en las marchas.

En este mosaico de voces y colores, la lucha por la representatividad y la visibilidad se volvía una constante. Estos colectivos clamaban por ser escuchados y reconocidos no solo por sus actos, sino por sus propuestas. “No nos sentimos representados en ningún escenario del Estado”, explicaba Manuel. “Queremos respeto, queremos que nuestras vidas y nuestras muerto sean visibles. Hemos sacrificado mucho y merecemos ser tomados en serio”.

Así, en las calles de Popayán, Bogotá y de muchas otras ciudades de Colombia, los colectivos seguían marchando, desafiando una narrativa que intentaba estigmatizarlos. Ellos sabían que su lucha era justa y que, algún día, sus voces serían escuchadas y sus propuestas tomadas en cuenta. Mientras tanto, seguían adelante, con la esperanza de que la verdad, finalmente, encontraría su camino hacia los acuerdos.

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