domingo, junio 30, 2024
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Algo sobre Borges

Por Víctor Paz Otero.

Explorador de mapas y de rutas olvidadas, hacedor de álgebras sagradas, de caligrafías fantásticas y maravillosas. Poseía toda la sabiduría de un hombre que supo contemplar largamente la silenciosa luna. Además fue un sujeto que, a pesar de haber sido muchos, nunca fue aquel en cuyos brazos desfalleció de amor Matilde Urbach.

Borges era la inteligencia y era su encarnación más perfecta, pues Jorge Luis Borges era la literatura. Con él la poesía alcanzó el vértigo de la metafísica y la sublime y verdadera tensión de la más auténtica belleza.

Le dio por escribir una obra alucinada y alucinante. Logró una construcción de extrañas y asombrosas perfecciones. En ella la lógica exaspera a la razón. Ahí la lucidez tortura y fatiga la inteligencia. Ahí el misterio revela sus estremecedores elementos en el esplendor de una metáfora. En ella el ser y el tiempo. Ahí el círculo y el espejo como formas de una eternidad incomprendida son sometidos al escrutinio implacable e impecable de unos ojos ciegos que todo lo escudriñan y todo lo descifran.

Le gustaba entrar y permanecer en la otra sombra sin la triste plegaria del medroso o del doliente.

Fue ante todo un viejo y ciego Homero de estos siglos recientes y sombríos. Puede decirse – y no importa que decirlo tenga un vago rumor de desmesura- que era un ser eterno, atemporal y sabio que recorrió los tortuosos caminos de los antiguos dioses vestido con el sayal iluminado del poeta y que en ese largo peregrinar por los crepúsculos, por las proféticas memorias y por los arduos arquetipos de la idea, y también por el esplendor de los olvidos y por las remotas constelaciones y las sombras, llego a saber cómo lo supo Ulises que el arte es esa Ítaca de verde eternidad, no de prodigios.

Borges de alguna y de muchas Maneras, era el mortal más próximo y cercano a lo que suele ser divino: Creador, constructor y destructor de cosmogonías abstractas y lejanas, exploró innumerables universos como si fuera un demiurgo lúdico y perverso y nos legó una obra que es un caos y es un cosmos. Sin embargo, al hacerlo solo estaba entreabriendo la puerta del propio y personal secreto que se ocultaba en su alma de poeta.

Supo mirar con desdén el desfile de los siglos y sus noches, contemplar las vastas constelaciones, los ponientes y las generaciones, las águilas, los fastos, porque en el fondo íntimo de su corazón iluminado quizá logro intuir que el destino del universo todo es apenas la búsqueda siempre inacabada de un poema que un día nos develara los sueños.

Es perfectamente factible suponer que después de él, la literatura tendrá que hacer un esfuerzo sobrehumano para lograr esa tensión y esa abisal complacencia con los lenguajes del misterio, esa elaboración de lo perfecto y esa estremecida capacidad de aproximarse al ser esencial y verdadero de todo lo existente.

Ni erudito, ni filósofo, ni metafísico ni teólogo, era solo y solamente un poeta ciego y sabio. Un hombre a quien quizá le correspondió no haber tenido música en el alma sino tal vez un herbario de metáforas y argucias y un desdén por lo humano y también de lo sobrehumano. Esa fue su gloria, ese fue siempre su triunfo y por eso solo una cosa no habrá y es el olvido.

Cuando supe que había muerto, pensé que de alguna forma, su muerte era como la muerte del poema. Pero quiera Dios que, cómo en el río de Heráclito, su muerte sea un retorno. Y entonces que ahora él se puso a errar por las lentas galerías con un vago horror sagrado, él sea el otro, nunca el muerto, que sea el que siga caminando con los mismos pasos por todos nuestros mismos días.

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