domingo, junio 30, 2024
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InicioCOLUMNISTASFelipe Solarte NatesApuntes sobre la novela: La muerte de Ivan Ilich

Apuntes sobre la novela: La muerte de Ivan Ilich

Por Felipe Solarte Nates

El drama de Ivan Ilich, en el primer capítulo, desnudando desde el velorio los mezquinos pensamientos y comportamiento de sus familiares y amigos, más preocupados por medir los beneficios económicos que pueden obtener con su muerte, es un punzante cuestionamiento a las ideas y costumbres de la decadente familia de burócratas y clasista sociedad de nobles terratenientes de la Rusia zarista, en la que a Tolstoi, en vísperas a la revolución de octubre, le tocó vivir en carne propia, debido a las tensas relaciones con su esposa .

El relato empieza con la muerte de Iván, y gracias a la narración omnisciente, el autor puede meterse en la mente de sus ‘amigos’ y compañeros de oficina que en el fondo están contentos porque podrán ascender en el escalafón burocrático, gracias al escritorio que dejó vacante el difunto. En el mismo velorio nos describe el dialogo que sostiene su viuda con uno de sus colegas para lograr obtener la pensión.

En los capítulos segundo y tercero, la narración hace un elipsis al pasado y nos describe el origen familiar y social de Iván, y la progresión de su vida desde que era estudiante de leyes, se graduó e inició la carrera administrativa moviéndose en una sociedad parasitaria de burócratas de oficio casi hereditario, que alrededor de sus convencionales y acartonadas relaciones de convivencia, encasillan sus existencias grises, de rebaños de ovejas acomodados a pastar felices rumiando ambiciones y necesidades económicas para satisfacer sus lujos que no los llenan, mientras se relacionan en visitas formales, juegos de cartas y fiestas, en medio de charlas banales teñidas de hipocresía y apariencias.

A partir del capítulo cuarto, el autor describe la caída de Iván y el golpe que recibe y que va a desencadenar su enfermedad, cuando el mismo acomodaba las cortinas de la casa alquilada en San Petesburgo, gracias al nuevo y mejor empleo que obtuvo en el Tribunal al valerse de sus influencias.

La narración, en crescendo se concentra en la evolución del mal que se manifiesta con un dolor sordo en el abdomen, mal aliento y en cómo mina el físico y la mente de Iván, que ante la inutilidad de los tratamientos prescritos por los diferentes médicos que visitó, se convence de que la muerte es inevitable.

La progresión de su deterioro físico y mental, transcurre en los siguientes capítulos, en medio de la lucidez que le brinda la conciencia de su irremediable partida para captar lo artificial y falso de su vida en el Tribunal, en medio de códigos y farragosas leyes que enredan las miserables cotidianidades de sus víctimas; en medio de las visitas y convencionales exámenes de los médicos que no pueden curarlo, y las vidas y sentimientos de su mujer, su hija y compañeros de trabajo, que en el fondo quieren que se muera.

En el capítulo final, pocas horas antes de su muerte, y después de terribles aullidos, Iván va apaciguando su espíritu, el temor a la muerte se disipa y cesan sus rencores y odios acumulados contra sus familiares. Brilla una luz creciente al final.

“-¡Esos tres días, durante los cuales el tiempo no existía para él, estuvo resistiendo en ese saco negro hacia el interior del cual le empujaba una fuerza invisible e irresistible. Resistía como resiste un condenado a muerte en manos del verdugo, sabiendo que no puede salvarse; y con cada minuto que pasaba sentía que, a despecho de todos sus esfuerzos, se acercaba cada vez más a lo que tanto le aterraba. Tenía la sensación de que su tormento se debía a que le empujaban hacia ese agujero negro y, aún más, a que no podía entrar sin esfuerzo en él. La causa de no poder entrar de ese modo era el convencimiento de que su vida había sido buena. Esa justificación de su vida le retenía, no le dejaba pasar adelante, y era el mayor tormento de todos.

De pronto sintió que algo le golpeaba en el pecho y el costado, haciéndole aún más difícil respirar; fue cayendo por el agujero y allá, en el fondo, había una luz. Lo que le ocurría era lo que suele ocurrir en un vagón de ferrocarril cuando piensa uno que va hacia atrás y en realidad va hacia delante, y de pronto se da cuenta de la verdadera dirección.

«Sí, no fue todo como debía ser -se dijo-, pero no importa. Puede serio. ¿Pero cómo debía ser?» -se preguntó y de improviso se calmó.

Esto sucedía al final del tercer día, un par de horas antes de su muerte. En ese momento su hijo, el colegial, había entrado calladamente y se había acercado a su padre. El moribundo seguía gritando desesperadamente y agitando los brazos. Su mano cayó sobre la cabeza del muchacho. Éste la cogió, la apretó contra su pecho y rompió a llorar.

En ese mismo momento Ivan Ilich se hundió, vio la luz y se le reveló que, aunque su vida no había sido como debiera haber sido, se podría corregir aún. Se preguntó: «¿Cómo debe ser?» y calló, oído atento.

Entonces notó que alguien le besaba la mano. Abrió los ojos y miró a su hijo. Tuvo lástima de él. Su mujer se le acercó. Le miraba con los ojos abiertos, con huellas de lágrimas en la nariz y las mejillas y un gesto de desesperación en el rostro. Tuvo lástima de ella también.

«Sí, los estoy atormentando a todos -pensó-. Les tengo lástima, pero será mejor para ellos cuando me muera.» Quería decirles eso, pero no tenía fuerza bastante para articular las palabras. «¿Pero, en fin de cuentas, para qué hablar? Lo que debo es hacer» -pensó. Con una mirada a su mujer apuntó a su hijo y dijo:

-Llévatelo… me da lástima… de ti también… -Quiso decir asimismo «perdóname», pero dijo «perdido», y sin fuerzas ya para corregirlo hizo un gesto de desdén con la mano, sabiendo que Aquél cuya comprensión era necesaria lo comprendería.

Y de pronto vio claro que lo que le había estado sujetando y no le soltaba le dejaba escapar sin más por ambos lados, por diez lados, por todos los lados. Les tenía lástima a todos, era menester hacer algo para no hacerles daño: liberarlos y liberarse de esos sufrimientos. «¡Qué hermoso y qué sencillo! -pensó-. ¿Y el dolor? -se preguntó-. ¿A dónde se ha ido? A ver, dolor, ¿dónde estás?»

Y prestó atención.

.«Sí, aquí está. Bueno, ¿y qué? Que siga ahí.» «y la muerte… ¿dónde está?»

Buscaba su anterior y habitual temor a la muerte y no lo encontraba. «¿Dónde está? ¿Qué muerte?» No había temor alguno porque tampoco había muerte.

En lugar de la muerte había luz.

-¡Conque es eso! -dijo de pronto en voz alta-. ¡Qué alegría!

Para él todo esto ocurrió en un solo instante, y el significado de ese instante no se alteró. Para los presentes la agonía continuó durante dos horas más. Algo borbollaba en su pecho, su cuerpo extenuado se crispó bruscamente, luego el borbolleo y el estertor se hicieron menos frecuentes.

-¡Éste es el fin! -dijo alguien a su lado.

Él oyó estas palabras y las repitió en su alma. «Éste es el fin de la muerte» -se dijo-. «La muerte ya no existe.» Tomó un sorbo de aire, se detuvo en medio de un suspiro, dio un estirón y murió.”

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