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El ángel del bastón

Me atraía el Paseo del Maní (“maní, maní, saladito y tostadito”). Ese oral desorden juguetón, previo al orden que presagiaban las escobas (según algunas rociadas previamente con agua bendita), nos permitía reciclar los cucuruchos desechados y convertirlos en dardos. Diría que se formaban grupos para jugar a la guerra y afinar la puntería. Antes que nos alcanzara la Cruz Alta o algún alegato por un dardazo desafortunado, nos desparramábamos en busca de los lugares donde nos esperaba la familia para “ver pasar la procesión”.

Por Álvaro Thomas Mosquera- Arquitecto, fue docente de la Universidad del Valle y uno de los fundadores del Festival de Música Religiosa de Popayán

…etc.; tampoco fui Carguero. La pedí en La Dolorosa de las Procesiones Chiquitas ¿se debería a aquella deserción lo que narraré al final? Por ahora diré que según cómo se comuniquen las manifestaciones culturales, existirían tres modos básicos de entenderlas:

Cuando se rompen las convenciones durante un tiempo convenido estaríamos ante fenómenos carnavalescos. Si lo ofertado permanece quieto y el curioso se mueve estaríamos en el espacio de lo museístico. Finalmente, si el hecho cultural nos cruza paso-a-paso estaríamos ante fenómenos de tipo procesional.

Nuestras procesiones, expresión de la fe popular, ordenadas según la secuencialidad letrada, por el valor de las imágenes incluyen lo museístico y gracias el Paseo del Maní, tendrían algo de lo carnavalesco. Podrían entenderse como una catequesis en movimiento.

Para no forzar argumentos desechados durante mis 88 giros al rededor del Sol, trataré de recordar cómo entendía la Semana Santa cuando niño. Durante esa etapa oral de aislados impactos en presente perfecto, en la cual si se desbarataba una flor se desbarataba su olor.

Al empezar la Cuaresma en Popayán aparecía un personaje extraño. Producía temor y curiosidad: la Animasola. Con alpargatas, vestida como los cargueros, con la cabeza tapada con dos huecos para los ojos, se anunciaba con una campanilla. “Vaya alcáncela y dele esta monedita”, apuraba mi abuela.

Hoy me pregunto si ese personaje era eco del Antiguo Testamento cuando los leprosos, mientras debían gritar “impuro, impuro, impuro”, lo avisaban a campanillazos. La Animasola ha desaparecido. Nunca supe en qué terminaban gastadas las monedas. Las campanillas se han colgado de los carros de basura y de las motos que al-paso, ofrecen helados, champús y mazamorra. En cuanto al capuchón, trasformado en símbolo contestatario, remata no pocos airados despelotes.

Me atraía el Paseo del Maní (“maní, maní, saladito y tostadito”). Ese oral desorden juguetón, previo al orden que presagiaban las escobas (según algunas rociadas previamente con agua bendita), nos permitía reciclar los cucuruchos desechados y convertirlos en dardos. Diría que se formaban grupos para jugar a la guerra y afinar la puntería. Antes que nos alcanzara la Cruz Alta o algún alegato por un dardazo desafortunado, nos desparramábamos en busca de los lugares donde nos esperaba la familia para “ver pasar la procesión”.

El Moquero, muchacho que a su albedrío iba y venía raspando con su vara el moco para guardarlo en una bolsita, debía ser alguien premiado por tener buena letra. Sabía que yo nunca alcanzaría a gozar de esa libertad procesional. La cera de las velas de las andas, todavía se extraía de las pepitas de un árbol comarcano. En la Preparatoria de Bachillerato del Liceo de la Universidad, nuestro profesor de Botánica (Silvio Yepes Agredo), nos había llevado a aprender cómo los campesinos hervían las pepitas del laurel y extraían la cera que sobre-aguaba. “Hay que unir el saber de los libros, con la sabiduría del campo”, nos decía. Como “panelas de cera”, verdes o marrón, se vendían en la plaza de Mercado y como cirios de diversos tamaños, en la tienda de Paulita Ibarra.

El moquito también formaba parte del lenguaje de la coquetería: si uno alumbraba y alguna ninfa coquetona le pedía moquito o a la inversa, si ella alumbraba y al pedirlo lo ofrecía, algo del encanto universal al fin me visitaba.

Los Viernes Santos el Liceo debía alumbrar obligatoriamente. Todas las noches el Orfeón Obrero acompañaba la procesión; el carrito de balineras que, empujado, transportaba sentado al músico del armonio y donde se apoyaba el instrumento del contrabajista, nos causaba envidia. Hoy pienso que fue mi primera reacción anti-tecnología. Reacción que vencí, al entender que Don Quijote (cazador-recolector de entuertos, pero así y todo cazador-recolector), no debió enfrentar la tecnología agrícola de los molinos de viento, así lo hiciesen desaparecer.

Paso de aquella envidia infantil a la sorpresa adulta. Hacía poco, con Edmundo Mosquera, Ricardo León Rodríguez y José Tomás Illera, habíamos creado el Festival de Música Religiosa. En la Esquina del Carbonero de la Plaza de Caldas estaba con Paloma Muñoz y Silvia León. Mientras pasaba la Procesión Chiquita cruzaba solemne el arzobispo. Se detuvo. Levantándose la capita pluvial hizo pipí. Pacho Velasco (Padre), admirado nos dijo: “Tienen que hacer algo que recuerde esta maravilla !!!”. Ahí nació el Festival Chiquito, del cual Nacho Caicedo a los 12 años fue su Presidente. Se inició con “EL RETABLO DE MAESE PEDRO”, en versión de ZURO y sus títeres, con música grabada de Manuel de Falla.

Regreso a mis seis años. Colocadas las andas sobre burros, se armaba en Santo Domingo la procesión del Viernes Santo. Curioseaba. Ese aparente desorden escondía un orden inaplazable: Tomas sí revisaba los enchapes de carey. Asistían especialistas encargados del color de las flores; de la uniformidad de las velas; de las vestimentas de los Santos y de los non-tan-santos; de brillar la platería; en arreglar desperfectos; de afirmar los citiales; de decretar barrotes para nuevos cargueros; de cotejar la altura de los aceptados. Se compartían tamales. Circulaba alguna botella de aguardiente. Sobre todo, zumbaban anécdotas, relativas a fugitivos políticos que aparecieron para cargar y luego desaparecieron y de otros que murieron de infarto bajo el propio barrote. Todos los pasos, por algo más allá de la razón, se decía que eran los más pesados: “¿No son en los pesebres los elefantes más pequeños que los Reyes Magos y por tanto éstos, más pesados que los elefantes?” se decía. Además, se argumentaba que el peso-de-los- pasos dependía del bamboleo; de si había llovido; de si el carguero había tenido pesadillas; de la procedencia de la cabuya de las alpargatas; de si se había pecado la víspera. En fin.

De repente me topo a mi altura con el angelito de La Dolorosa. Al fin podría aclarar qué lo hacía volar. Me acerco. Le levanto el vestido para develar el secreto. Oigo que alguien dice: “Morboso, y pensar lo que me falta por vivir” y ZUASS, un bastonazo y el chichón. Descompuesta (era una vecina amiga de mamá), salió de la iglesia envuelta en llamas.

Tocándome la cabeza, lloroso recorro las tres cuadras que me separaban de mi casa. “No me vengas a decir que te volviste a descalabrar miqueando, porque te mato”, fue la inicial reacción de mi mamá. Le conté los detalles. Que estaba por aclarar el misterio de porqué volaban los angelitos, que la vecina me había gritado una palabra que no entendía y que luego me había dado un bastonazo.

Me apachichó y sonriente me dijo: “No le vuelvas a levantar la falda a ningún angelito”.

SEMANA SANTA EN Popayán pintura por Álvaro Thomas. // Fotos Álvaro

Thomas.

POPAYÁN IMAGINADA. Por el autor de la obra

Álvaro Thomas.

ÁLVARO THOMAS MOSQUERA, señalando figuras alusivas

a la Semana Mayor.

Álvaro Thomas con su madre

Álvaro Thomas con su padre.

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