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Historias con sabor a piel

Por Luis Guillermo Jaramillo Echeverri – Universidad del Cauca

La novela de ciencia ficción El hombre ilustrado de Ray Bradbury, escrita en 1951, cuenta la historia de un hombre con el dorso tatuado. Su ropa cubría completamente las ilustraciones de su cuerpo para no ser descubierto. Poseer estas figuras le causaban cierta inestabilidad laboral. Dice el hombre: “Comúnmente conservo mi empleo diez días. Luego algo ocurre y me despiden. Hoy ningún hombre, de ninguna feria del país, se atrevería a tocarme, ni con una pértiga de tres metros” (2014:16). Al preguntarle por los motivos, desabotonaba su camisa para dejar ver todas las ilustraciones, las cuales cobraban vida para contar, cada una en su momento, una historia ante la mirada del espectador. Por esto decía: “–Me cierro la camisa a causa de los niños… Me siguen por el campo. Todo el mundo quiere ver las imágenes y, sin embargo, nadie quiere verlas” (Ibíd.). En efecto, al quitarse por completo la camisa dejaba ver las dieciocho ilustraciones que le acompañan:

“Desde el anillo azul, tatuado alrededor del cuello, hasta la línea de la cintura (…). Este era una acumulación de cohetes, y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad, que uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Cuando la carne se estremecía, las manitas, las manitas rosadas gesticulaban, los labios menudos se movían, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los párpados. Había prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del hombre ilustrado como una vía láctea. Las gentes se dividían en veinte o más grupos, instalados en los brazos, los hombros, la espalda, los costados, las muñecas y la parte alta del vientre. Se los veía en bosques de vello, escondidos en una constelación de pecas, o hundidos en las cavernas de las axilas, con ojos resplandecientes como diamantes (…) cada grupo parecía una galería de retratos.” (p. 17). Todo estaba tatuado, excepto una mancha de color gris que cubría su omóplato derecho. Una vez tendía su espalda a la luz de la luna, quien le veía quedaba fascinado con las ilustraciones y empezaba a ver los cuentos narrarse en cada una de ellas. A la medianoche cerraban por completo. Habían concluido.

Así como en el Hombre ilustrado, nuestra piel habita en los murmullos de nuestros movimientos, se constriñe o dilata por causa del ambiente, se expande o contrae con el pasar de los años, formando pequeñas grietas que delatan nuestra edad. En la piel están signadas las experiencias de nuestras vidas: las cicatrices reflejan las aventuras de niño o el accidente imposible de evitar, una cirugía impostergable o las secuelas de una enfermedad. Piel que guarda las caricias de los primeros amores o el abuso aturdidor que nunca debió pasar.

En la experiencia habla la piel. Ella no es representación o exhibición, por el contrario, es presencia con historia que tiene algo que decir. Como en el Hombre ilustrado, todos ven la piel de nuestro cuerpo, pero pocos conocen su historia, su narración. Entrar en comunicación con lo que expresa es estar allí, inquietos, por quien habita su cuerpo; compromiso de una escucha táctil y un cuerpo que se expone a través de la epidermis.

Las miradas se cruzan pero no se tocan, saben que si entran en con-tacto encontrarán una historia, algo que narrar; contacto que implica afectación, no se es el mismo cuando se traspasan los límites de la mirada. Un saludo de manos entraña un calor: encuentro de pieles que al juntarse comportan la extraña sensación que no fue el yo quien tocó, sino que a su vez, este se sintió tocado. Sensación distinta a la experiencia del tocar objetos; de estos podemos percibir su textura, color, incluso su olor, mas no esa corriente de sensaciones que comunican empatía y existencia. A través del tacto logramos sentir una vida interior que la mirada no logra franquear. Por los poros se respira angustia, cansancio, agitación, ansiedad y miedo. Por esto, no es la mano la que saluda, es el yo que expresa algo: informalidad o intimidad. Al estrechar una mano sentimos la preexistencia de un estado de ánimo, un acogimiento o un desaire, exhalación de emociones que se traducen a través de una humedad… un sudor.

Del mismo modo, en un abrazo sentimos la presión del cuerpo-propio. Un abrazo puede combatir, por un instante, sentimientos de orfandad o indefensión. Este puede ser efusivo o intimidante, envolver con calidez o marcar una distancia. En algún momento de nuestra vida hemos solicitado que alguien nos abrace, ahí, quietos, sin palabras; tal vez para experimentar que no estamos solos en el bullicio del ir y venir; que existe un otro que puede sostener una parte de nuestra existencia, el absoluto de nuestro cuerpo.

Volviendo a Bradbury y su Hombre ilustrado, recordemos la fascinación que causaban las escenas en su piel según donde se posaran los ojos, pero también, en ese espacio vacío en la espalda; exactamente en su omóplato derecho. Espacio donde el rostro de quien miraba se iba reflejando, quedando subsumido en la piel como parte de un cuento más. Pues bien, algo similar ocurre a una maestra de una escuela rural que orienta clases de literatura a sus alumnos. Su piel pedagógica está colmada de cuentos… siempre con un espacio vacío para los que nacen en el con-tacto con los niños y las niñas. Cuentos impregnados de magia a través de sus palabras. Dice en uno de estos:

“Anocheció y oscureció de pronto. La piel no se daba por enterada; además, el cuerpo siempre le reprochaba que llegaba muy cansado y ella poco hacía por colaborarle, le decía que era muy extensa y complicada. Todas las noches, el cuerpo se acomodaba en el sillón y estiraba su extensa y hermosa piel; sabía que ella era ciega, por eso nunca la dejaba libre y sola, siempre la mantenía oculta.

Un día la piel se aburrió y decidió abandonar el cuerpo, buscó un lazarillo para que la sacara a pasear; el lazarillo era una serpiente cascabel de tez roja y escamada que hacía música con su cola, ella le llevaba a todos lados con la música que producía su cascabel. Con el tiempo la piel se enamoró de la serpiente.

Una noche, como suele suceder con las serpientes, mudó de piel mientras dormía; en ese momento la piel –que un día fuera del cuerpo– aprovechó para abrazarla y cubrirla. Desde ese instante la serpiente no volvió a mudar de piel, pues comprendió que lo que la cubría no era una piel sino el amor. Esta es la explicación del porqué la piel siempre necesita de un cuerpo para dar amor y que a veces existen cuerpos, que parecen no tener piel”. (López, 2008).

La piel… nuestra puerta de acceso al mundo, entrada al otro, a su vida –vida que sufre, se agita, goza, agoniza y anhela–, reúne todos los sentidos en un mismo fin: la piel que huele es también la piel que escucha, que gusta, que ve… que siente. Extensión que comporta erotismo o fraternidad, dulzura o suavidad, combina capacidad con calidez o brusquedad. Pero también, la piel que se golpea es la piel que se duele, conduele; acarrea una afección profunda de sentimientos cuando nos sentimos expuestos, vulnerados. Ello explica por qué evitamos o permitimos que alguien nos toque e ingrese a nuestra intimidad. En el aislamiento perdemos sensibilidad epidérmica, mas en el encuentro ganamos receptividad.

El cuento de la profesora llama la atención a esos cuerpos cansados que una vez brillaron a través de su piel, cuerpos unidos a sus almas. Seres descarnados, solitarios; ahora solo les queda esperar que un día la piel volverá; sin embargo, frente al cansancio experimentado, posiblemente no regrese más.

Referencias

Bradbury, R. (2014). El hombre ilustrado. Barcelona: Booket.

López, R (2008). Cuerpo y Literatura. Trabajo de Grado. Universidad del Cauca.

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