domingo, junio 30, 2024
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Porrito

Por JESÚS ASTAÍZA MOSQUERA.

Agosto reverberaba de calor. El cielo limpio de nubes dejaba ver el sol montañero que tostaba la piel de los veraneantes y lugareños que atiborraban las calles de Piendamó, ubicado en una de las ondulaciones desprendidas de la cordillera Central. Un viento ligeramente frío alebrestaba el cabello de las muchachas, pues los bluyines alejaron el vuelo sensual de las faldas.

La Junta de Fiestas había elaborado un programa perfecto: exposición de artesanías, silleteros de flores multicolores, casetas de baile, toldas con frugales viandas y corridas de toros. La Banda Municipal tocaba alegres canciones rumbo a la plaza de toros. Cuando hicieron su ingreso fueron recibidos con atronadores aplausos por los asistentes que colmaban totalmente las graderías e incluso hasta el callejón. Mi madre, ya anciana, mi esposa y mi hija, que por primera vez asistían a una corrida, disfrutaban conmigo del maravilloso espectáculo.

El sol, sin pagar boleto, tomó balcón y estratégicamente fue cambiando de sitio para no perderse la velada anunciada con bombos y platillos, ya que los toreros eran de cartel y los toros de afamada ganadería paispambeña.

Al toque del clarín desfilaron los toreros para el paseíllo y nuevamente el público respondió con soberana algarabía. Un gallinazo se posó en la guadua del sonido y extendió las alas para recibir el sol. Abrieron el toril y como una flecha disparada por dioses furiosos emergió un toro azabache que rompió el aire con su astado perfecto de negra base y blanca punta, amplia caja torácica y formidables patas. Dio la vuelta al ruedo en un santiamén y los aficionados plenos de entusiasmo se desgañitaban a más no poder.

El torero lo abarcó con su mirada y tan pronto dio la segunda vuelta se arrodilló cerca al burladero y le hizo un quite de padre y señor mío. Mi madre cerró los ojos y mi hija se tapó la carita con sus manos de niña. El público aplaudió frenéticamente y mi esposa sin hablar me indagó con su mirada. Fruncí la boca sin pronunciar palabra. El animal volvió con la rapidez de una serpiente y los alfileres de sus cachos buscaron afanosos al torero. Éste, con una frialdad pasmosa, le sacó uno, dos, tres, yo no sé cuantos quites más hasta armar una escandalera de emoción incontenible. El toro mostraba su trapío y los aficionados conocedores del oficio exteriorizaron su contento pues la fiesta tenía la sabrosura y la elegancia de los grandes eventos taurinos que cualquier plaza envidiaría. Siguieron los lances muy toreros y para reventar una pintura de manoletinas que explosionaron en sombreros y claveles sobre la arena.

Sonó el clarín. El picador ingresó y fue buscando acomodo. El torero con mucha solera y capotazos suaves empezó a llevar al toro hacia el caballo. El toro se perfila. Lo mide. El picador se apresta a recibirlo apuntando la vara al morrillo. Busca la arrancada. Pone el terreno para una mejor ubicación y cuadra el caballo. El toro se embebe en el caballo y de pronto arranca tan vertiginosamente que el picador no alcanza a llegarle con la vara y engancha al caballo de abajo hacia arriba, lo levanta y lo deja caer, quedando el caballo tendido y el picador enlancao. El animal enceguecido hurga con el cacho izquierdo el estómago del indefenso caballo, que hace un movimiento vibratorio, estira las patas y muere al instante. La multitud estupefacta contempla la escena. Mi hija llora: pobrecito el caballito, dice amargamente. Mí aterrada madre murmura: a eso es que lo invitan a uno y me aplica un pellizco retorcido. Mi esposa queriendo borrar la imagen coloca su cara sobre mi pecho y un silencio sepulcral invade la plaza.

El torero acude citando al cornúpeta, que saca la testuz y embiste furioso. Los ayudantes aprovechan para retirar al picador y la presidencia ordena abrir el toril, por donde sale el toro velozmente. El torero coloca el capote al borde del redondel y cruza los brazos sobre el pecho.

El caballo queda sobre la arena. El sol se ha escondido tras la cordillera occidental. Para completar tan trágico cuadro, por el burladero que da a la calle principal, entra un campesino de sombrero de paja y camisa a cuadros. Se acerca al caballo, dobla las rodillas, lo abraza y se pone a llorar. Luego ventila la mano derecha como preguntándose: “ahora…qué voy a hacer…”

En eso entra una mujercita de falda y pañolón y acercándose le grita: ¡te dije, que no alquilaras a Porrito! y mirándose compungidos se echan a llorar sobre el caballo.

Mi esposa sacó un billete y lo arrojó sobre el ruedo. Lo mismo mi madre y así sucesivamente el público. El caballo fue sacado a rastras y el campesino marchó con él mientras la señora en una jigra recogía los billetes que la concurrencia dolida y generosa había lanzado.

A la salida los encontré: qué pena, les dije. ¿Cómo les acabó de ir?

Él guardó silencio. Ella apesadumbrada respondió: muy triste por lo de Porrito…tantos años con nosotros…pero me cayó platica del cielo y vea como es la vida…con lo recogido me alcanza para reponer el caballito y hasta me sobra. Bendito sea mi Dios…

Y se fueron calle abajo.

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