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Suicidio en el “voladero”

Por Rafael Garcés Robles

El pastuso Alejandro se levantó sobresaltado por los nervios del guayabo, miró alrededor de las cuatro paredes para ubicarse, y al encontrarse con la fotografía de Bernarda, entendió que estaba en el cuarto que le había rentado misia Petronila, más conocida como la “Muele`gallo”. A sus oídos volvieron Carlos Gardel cantando “Cuesta abajo” y los consejos de sus amigos de farra para que no se empecinara con el regreso de Bernarda, el amor que lo había acompañado los últimos tres años y que dos semanas atrás había partido con rumbo desconocido.

Ignoró la fotografía por un momento, mientras trataba de acordarse dónde podría haber dejado la camioneta o la Ford, como él la llamaba. Se asomó a la calle del Altozano por una ventanita, recorriéndola con su mirada de extremo a extremo y su Ford no apareció. Se cambió la camisa impregnada de alcohol y tabaco, se puso la arrugada franela amarilla a la que consideraba de buena suerte y afanosamente corrió donde Ángel, quien vivía a cinco casas para que le ayudara en la búsqueda del automotor. Salieron al parque de la Pola, Ángel subió hasta el barrio San Francisco mientras Alejandro escudriñaba por el puente Simón Bolívar y nada encontraron. Bajaron afanosamente por la calle del teatro y a lo lejos vieron a Luis “Carón” el policía municipal, quien les gesticulaba afanado con los brazos en lo alto.

– ¡Mierda! – Exclamó Alejandro, al tiempo que se tomaba la cabeza con las dos manos. – ¡Choqué la Ford!

– No se apresure amigo, esperemos – Fueron las palabras de consuelo que le dio Ángel.

En un segundo, Luis “Carón” ya les había informado que la Ford estaba atravesada en una calle de la plaza de mercado y subida en el andén del estanco, pero todo sin consecuencias graves.

Bajaron con algo de calma a la plaza, pero la camioneta no se podía divisar, estaba completamente rodeada por noveleros del pueblo y por campesinos curiosos que quizá, era la primera vez que estaban cerca de un aparato de esos. La Ford era el tercer carro que había llegado al pueblo.

Con dificultad y con la multitud arremolinada gritando para orientar al conductor, Alejandro logró sacar el vehículo, invitó a su amigo Ángel, aceleró y en un santiamén, se dispersó la multitud.

Se dirigieron a la Calle Nueva y en el trayecto vieron a Porfiria, una de las tres “gordas” que tenían una cantina en la vereda Los Azules, y se ofrecieron llevarla con la condición de prepararles un buen almuerzo, venderles trago y hacer sonar en la vitrola, únicamente “Cuesta bajo” de Carlos Gardel. La “Gorda” Porfiria aceptó el trato, fueron en busca de Roque, Eliecer y Jorge, y en escasos veinte minutos ya estaban ubicados en la vereda, alrededor de una mesa repleta de cerveza y de aguardiente. Alejo como lo llamaban sus amigos, se concentró en mirar la casa de bahareque y el cuadro de las “Ánimas benditas del purgatorio” que estaba junto a un arrume de bultos repletos de envases de cerveza, le recordaron a la casa de sus padres. La algarabía de sus amigos le hizo levantar la cabeza, los miró detenidamente uno a uno y les pidió un brindis por Bernarda mientras Gardel cantaba: “… bajo el ala del sombrero / cuantas veces embozada / una lágrima asomada / yo no pude contener…”

  • !Uuuuyyyy! ¡Esa mujer va acabar conmigo! – Dijo afligido y miró hacia la nada.

Sus amigos callaron por un instante, pero Ángel rompió el silencio y con la misma pesadumbre de Alejo, habló de su desencanto amoroso con Leonor, quien obligada por sus padres se había casado con otro hombre. y ofreció otro brindis mientras cantaba con Gardel: “… el tiempo viejo que lloro y que nunca volverá…”

– Y yo que soy un hombre casado y amó con todo mi corazón a un amor imposible. Esa joven mujer vive cerca a mi casa, pero es tan lejana que ni siquiera puedo hablarle – Dijo con voz entrecortada Eleazar y se volvió a brindar. En el fondo Gardel los animaba: “…sabía que en el mundo no cabía / toda la humilde alegría / de mi pobre corazón…”

Hubo otro momento de hermetismo absoluto.

“… si fui flojo, si fui ciego / sólo quiero que comprendan / el valor que representa / el coraje de querer…” Fue el trozo que cantó Roque y les replicó:

– Querer es de machos, pero el amor con el trago nos acobarda y me duelen sus desamores. ¡Salud amigos! –

Jorge reflexionaba preocupado sobre el giro, que los tragicomediantes bohemios le daban al ambiente con el fluir de sus historias de amor truncados por la decepción y la incertidumbre. Jorge trataba de aminorar en vano los brindis ante las miradas vagas, las voces entrecortadas por el llanto y el repetido trastabillar de cada paso que daban. Mientras tanto Gardel con sus versos incendiaba los recuerdos hasta el delirio; “…era para mí la vida entera / como un sol de primavera / mi esperanza y mi pasión…”

En un repentino momento, Alejo se levantó y con sus gritos acalló a sus amigos para explotar diciendo que no aguantaba más el dolor en su corazón ni menos ahora que le dolía el alma. Es mi final, decía una y otra vez con voces desgarradoras. Acusaba al amor de su desgracia y maldecía el día en que conoció a Bernarda y el día en que se marchó. Amigos los invito a mi final, ellos levantaron sus puños en señal de que lo acompañarían hasta el final. Se levantaron los cinco amigos, se abrazaron y salieron tambaleándose de la cantina. Porfiria y Herlinda ayudaron a encaminarlos y a subirlos a la Ford, al tiempo que los bendecían y al cielo imploraban que los llevara con bien. Ahora Gardel solo en la cantina, seguía cantando: “Si arrastré por este mundo / la vergüenza de haber sido / y el dolor de ya no ser…”

Alejo se demoró más de tres minutos en prender la Ford y arrancó velozmente por la angosta vía con rumbo al Rodeo; Jorge y Roque subidos en el volcó, se apoyaron mutuamente en sus cuerpos, mientras se sentaban con la torpeza de la borrachera. Con voces desafinadas, versos incoherentes y cada quien por su lado, continuaban cantado la canción de Gardel. De un momento a otro “Cuesta abajo” se fue transformando en consignas:

– ¡Vamos hasta el final ¡

– ¡La vida no vale nada!

– ¡No vale la pena vivir!

– !Adentro amor que desengaño sobra!

– ! Quién, dijo miedo !

Era un momento de éxtasis, de exaltación y delirio colectivo. Jorge en un instante milagroso y de lucidez, escuchó gritar a Alejo con una voz casi extraterrenal: – ¡Amigos, juntos hasta la muerte! ¡Matémonos amigos! ¡Matémonos!

Jorge se levantó, se apoyó sobre la cabina, miró hacia adelante y contempló el vacío de la hondonada del Voladero, el mayor precipicio de la región. Él, huérfano del grito, ante el pavor del instante y con el valor del miedo, haló a Roque cayendo en el piso balastado de la vía, y en aquel fortuito abrazo, y en el estrépito vieron juntos volar y despedazarse contra las rocas, los amores truncados de los tres amigos del alma. Aquellos grandes amores que no murieron en el Voladero sino en una cantina al retumbar de una canción que cantaba a su dolor.

Y ese fragor infinito de los segundos, se escuchó a los suicidas cantar entre la tierra y su partida hacia el viaje eterno:

“ ! Ahora, cuesta abajo en mi rodada.

Las ilusiones pasadas

ya no las puedo arrancar.

Sueño, con el pasado que añoro.

El tiempo viejo que lloro

y que nunca volverá !”

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