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InicioCOLUMNISTASLuis Guillermo JaramilloTallas de humanidad en un pescadito de oro

Tallas de humanidad en un pescadito de oro

Por Luis Guillermo Jaramillo Echeverri – Universidad del Cauca

Sus únicos instantes felices,

(…) habían transcurrido en el taller de platería

donde se le iba el tiempo armando pescaditos de oro.

García Márquez

El profesor y escritor italiano Nuccio Ordine, fallecido en junio de 2023, es recordado por su libro La utilidad de lo inútil. Oxímoron que contrapone lo útil con lo inútil, que abre a saberes cuya razón de ser dista de otros de carácter utilitarista; o sea, saberes con “fines por sí mismos y que –precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial– pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad.” (2013, p. 9). Estos se contraponen a la lógica del beneficio que campea en las instituciones, en especial universitarias, donde las humanidades y su enseñanza tienen dificultad para conseguir patrocinios y subvenciones, en tanto su producción no responde a un saber rentable o de “ganancias” inmediatas.

En el mundo de lo útil el profesor Ordine nos recuerda que, “en efecto, un martillo vale más que una sinfonía, un cuchillo más que una poesía, una llave inglesa más que un cuadro: porque es fácil hacerse cargo de la eficacia de un utensilio, mientras que resulta cada vez más difícil entender para qué pueden servir la música, la literatura o el arte.” (p. 12). Para explicarse, el profesor recurre, como ejemplo, a Los pescaditos de oro del coronel Buendía; escena literaria presente en la novela Cien años de soledad. Desde ella resalta los tiempos de ocio y días interminables de quien, ensimismado en su taller orfebre, “fabrica pescaditos de oro a cambio de monedas de oro que después se funden para producir de nuevo otros pescaditos” (p. 30). García Márquez lo relata con más detalle en su novela:

“Encerrado en su taller, su única relación con el resto del mundo era el comercio de pescaditos de oro (…). El rumor público de que no quería saber nada de la situación del país porque se estaba enriqueciendo con su taller, provocó las risas de Úrsula cuando llegó a sus oídos. Con su terrible sentido práctico, ella no podía entender el negocio del coronel, que cambiaba los pescaditos por monedas de oro, y luego convertía las monedas de oro en pescaditos, y así sucesivamente, de modo que tenía que trabajar cada vez más a medida que más vendía, para satisfacer un círculo vicioso exasperante. En verdad, lo que le interesaba a él no era el negocio sino el trabajo” (2014, p. 229, 230). La concentración que exigía hacer un pescadito –engarzar escamas, incrustar rubíes en los ojos, laminar agallas y montar timones– le posibilitaba al coronel ingresar a los terrenos de la simplicidad para mascullar el sinsabor de la guerra, poniendo énfasis no en el valor comercial de su trabajo sino el estar ocupado en algo sin un porqué definido. Pero la experiencia del coronel con sus pescaditos de oro no termina allí, va mucho más allá de haber moldeado un metal sin ganancias.

Más adelante García Márquez relata que el coronel “apenas si abandonaba el taller para orinar bajo el castaño. No recibía más visitas que la del peluquero cada tres semanas. Se alimentaba de cualquier cosa que le llevaba Úrsula una vez al día, y aunque seguía fabricando pescaditos de oro con la misma pasión de antes, dejó de venderlos cuando se enteró de que la gente no los compraba como joyas sino como reliquias históricas.” (p. 295). Quizás no quería que sus pescaditos fueran parte del museo del cual él ya hacía parte; así que cambió su manera de intercambio: fabricaba “dos pescaditos al día, y cuando completaba veinticinco volvía a fundirlos en el crisol para empezar a hacerlos de nuevo.” (p. 302). Su labor artesanal no menguó, continuaba con la paciencia que solo los años saben dar, mientras recordaba haber promovido treinta y dos guerras, combatiendo “por cosas que no podían tocarse con las manos”. Tal vez su tarea le permitía palpar, en parte, aquello por lo cual luchó durante tantos años, labor que le acompañaría por el resto de su vida.

Ahora bien, la historia con los pescaditos tampoco terminó allí. Después de muerto el coronel, el taller fue visitado por su nieto José Arcadio Segundo, donde se refugiaba tras haber sido testigo de una masacre que, según el Gobierno, nunca sucedió: “En Macondo no ha pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz. Así consumaron el exterminio de los jefes sindicales… el único sobreviviente fue José Arcadio Segundo” (p. 352). Una noche de febrero lo buscaron en la casa de los Buendía, específicamente en el taller, donde solo encontraron a su hermano, Aureliano Segundo. El oficial, junto a otros soldados, requisaron minuciosamente el lugar. Solo hallaron “dieciocho pescaditos de oro que se habían quedado sin fundir y que estaban escondidos detrás de los frascos en el tarro de lata. El oficial los examinó uno por uno en el mesón de trabajo y entonces se humanizó por completo. «Quisiera llevarme uno si usted me lo permite», dijo (…). Aureliano Segundo le regaló el pescadito. El oficial se lo guardó en el bolsillo de la camisa, con un brillo infantil en los ojos, y echó los otros en el tarro para ponerlos donde estaban.” (Ibíd.).

Un pescadito de oro humanizó por completo, y por un instante, el odio acerado de un oficial del gobierno. La humanidad del coronel fallecido brilló más allá de la dedicación puesta en un metal de valor, en el transcurrir interminable de las horas sobre una representación orfebre; el pescadito fue más que una reliquia histórica conservada en los rincones de una casa, o un prendedor llevado como recuerdo de una guerra. En el pescadito el oficial vio al hombre de carne y hueso que promovió batallas que poco a poco lo fueron desgastando hasta quedar sumido en la soledad de su taller. Sintió las manos, no solo del coronel, sino del hombre incapaz de amar, que se había casado con una niña a la que había perdido al poco tiempo; comprendió que en la guerra no se escondía de la muerte sino de sí mismo. El oficial vio al coronel en el laberinto de sus desdichas, un ser que había transgredido “todos los pactos con la muerte” y que, a pesar de todo, sus manos y pensamiento estaban tallados en un pescadito de oro. Una humanidad ex-puesta sobre un objeto artesanal.

En esta realidad reside la utilidad de las “inútiles” humanidades de la que nos habla Ordine. Ellas no solo exponen nuestra fragilidad ante el mundo, también ponen en cuestión excesos y ambiciones que, por lo general, terminamos viviendo en soledad. Las humanidades nos recuerdan que somos más que el uso de las cosas o el cumplimiento que marcan las expectativas sociales; que la vulnerabilidad se halla en cada realización, en aquello que hacemos, en nuestro amor por el aprendizaje, en los ejercicios aparentemente inútiles que nos dan satisfacción, en las relaciones profundas que tallan las escamas de nuestra soberbia, y en dejarnos interpelar por los saberes de otros… saberes que constituyen el timón que sostiene nuestra existencia.

Referencias:

García Márquez, G. (2007). Cien años de soledad. Real Academia Española de la Lengua

Ordile Nuccio (2013). La utilidad de lo inútil. Manifiesto. Acantilado.

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