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Un Cristo alternativo

Víctor Paz otero

Apacible capricorniano, de modales tenues y de una voz profunda y melodiosa que sabía impregnarle a las palabras un hálito desconcertante de certidumbre. De origen extremadamente humilde, lo que le permitió sufrir en carne propia la humillación y los sucesivos latigazos de plurales miserias, que seguramente lo hicieron proclive y complaciente con la rebelión y el deseo de subvertir las formas que posibilitan la tiranía del poder falsamente constituido.

Tuvo hermanos varios. Aprendió en la niñez el oficio dulce de amar la tibia textura de las maderas. Su padre fue un modesto y distraído constructor de objetos rústicos, que elaboraba también con las maderas balsámicas de los cedros del Líbano. Su madre nuca fue virgen ni imaginó serlo.

Una vez hubo crecido amó la errancia y el vagamundeo despreocupado e irresponsable por los polvorientos caminos, principalmente cuando se iniciaba la hora misteriosa de los crepúsculos y de los grandes silencios.

Nunca fue a escuela alguna. Le irritaba el ornamento ampuloso de los templos, donde nunca encontró ni la más remota huella o presencia de Dios. Y también sintió una oscura y poderosa antipatía por aquellos numerosos sacerdotes que conformaban una acomodaticia burocracia del espíritu y se dedicaban al oficio de cuidar y hacer rentable el espacio tranquilo de los templos.

Aprendió con convicción el arte sofisticado de seducir con los matices cambiantes del lenguaje y se enteró con memoria minuciosa de todas las leyendas congeladas en los libros de la tradición sagrada, lo que le ayudó para condimentar con lo maravilloso los contenidos incontrolados de su propia imaginación.

Gustaba de frecuentar la compañía de numerosos amigos, muchos de ellos pescadores, condenados a la inocencia de su ignorancia, pues eran sencillos y sinceros. También gustaba y se complacía con la contemplación callada de los amaneceres. Le impresionaba en extremo el perfume, impreciso de las hembras que amaban y pecaban bajo la complicidad dulce de la noche, pero nunca pensó ni se atrevió a juzgar o a condenar sus procederes. Frecuentó el vino y tenía en mucho aprecio los aceites balsámicos y el efluvio curativo de las maravillosas yerbas aromáticas.

Concluida su juventud incierta y a veces azarosa, peregrinó hacia las regiones cálidas del antiguo y majestuoso Egipto y aprendió artes diversas: a Tocar con ternura la flauta de madera, a indagar con respeto el misterio relacionado con los muertos. Conoció las propiedades diversas de la curación con las manos. La transmutación del agua en vino. El arte enigmático de leer e interpretar el destino de las criaturas en las huellas y en los fulgores de las estrellas errantes. Por aquel entonces no se rejuntó con hembra placentera, pues vivía ensimismado en las sutilezas laberínticas y desquiciantes de la meditación, lo que lo indujo también a profundizar en la posibilidad de alcanzar el arte sublime y supremo de la levitación, del que nunca alcanzo pleno dominio.

Después de algún tiempo, orientó sus pasos hacia las regiones de la niebla y la perpetua nieve. Antes de llegar al mundo milenario y silencioso de los Tibetanos, se detuvo en los espacios encantados y profundos del reino misterioso de la India. Ahí, durante un buen tiempo, exploró y profundizo en las artes de la prestidigitación y la taumaturgia y practico con virtuosismo el encantamiento de serpientes y se asomó con perplejidad a las formas y a los contenidos asombrosos de los grandes idiomas y lenguajes con los que siempre hablo y soñó la gran antigüedad del oriente. Aprendió mucho más que rudimentos del hermético sánscrito y perfecciono con cierta exquisitez el dominio del arameo.

En el Tíbet palpó con sus dedos de incrédulo las cicatrices venerables del tiempo y lo divino y le fue dado conocer y consumir un hongo venerado y secreto de la familia de las amanitas muscaridas fluorecentes, que da acceso al dominio deleitoso de todas las lenguas susceptibles de ser habladas por los hombre y facilita conocer la música inaudible de la eternidad y del olvido.

Tuvo visiones deslumbrantes, alucinaciones soberbias con destellos y fulguraciones que lo aproximaron al desquiciamiento, a una especie de locura iluminante, esa donde se engendra la profecía y donde se puede imaginar que es posible ver y descifrar el rostro verdadero del Dios del universo

Regreso como iluminado, como poseído de una nueva vibración en sus percepciones del mundo y de todos los seres que lo habitan. Y empezó a creer y a sentir que el Dios de todo el universo le había transmutado su ser y su alma y le había delegado el oficio y el privilegio maravilloso e inquietante de enseñarle a todos los hombres el verdadero sentido de sus designios. Y él tuvo fe y se abrazó con amor a ese designio y fue entonces cuando optó por regresar a su Palestina para iniciar el cumplimiento de aquella misión extraordinaria.

Una vez llegado a la tierra, para él sagrada de la Palestina, habló con una ternura poderosa, con una simplicidad impecable y profunda de los hechos e inquietudes que prodiga la vida cotidiana al existir de las criaturas y decidió poner sus manos sobre los cuerpos de quienes padecían dolor y enfermedad y sus manos prodigaban el incomprendido misterio de la sanación.

Comenzaron a crecer las audiencias y las multitudes de quienes asistían embelesados a escuchar el melodioso fluir de sus palabras. En su inmensa mayoría seres humildes y excluidos de las riquezas y de los privilegios materiales del mundo. Les dijo y explicó que los seres humanos todos, pero en especial los humildes y los perseguidos por la injusticia eran seres iguales y más gratos a las miradas y al corazón del Dios creador del universo, aquel que era también su padre y que proclamaba su verdad y su palabra por medios de sus labios, pues él era su enviado. Sostenía con vehemencia que él era el Mesías. Predicó que la fraternidad y la solidaridad era lo que anhelaba construir en el mundo ese Dios que hablaba por su boca.

Repetía con énfasis y certidumbre que era esencial para su Dios convertir a los hombres en hermanos.

Blasfemó contra las falsas jerarquías. Fustigó con rabia demoledora la mentira y la hipocresía de los turbios sacerdotes. Cuando hablaba a las multitudes, su palabra se enardecía; el esplendor de sus parábolas y metáforas se depositaba como una luz ardiente y transformadora en el corazón de quienes lo escuchaban.

Expresó cosas extraordinarias que hasta ese momento nadie había escuchado. Dijo cosas terribles que permanecerían inalterables con el curso de los años y de los siglos: que las aguas tibias las vomitaría su boca. Dijo cosas exaltantes, como hijas de un delirio maravilloso: que él era la verdad, el camino y la vida. Y dijo cosas profundamente perturbadoras para el orden reinante entre los humanos, dijo: amaos los unos a los otros. Jamás dijo que el reino de Dios sería para los simples de espíritu. Tampoco hizo el elogio de los mansos o de los indiferentes.

Elogio la belleza y el placer de los cuerpos, los goces del vino, el arte de la buena conversación y los deleites de la errancia. Nunca se pronunció sobre la supuesta oscuridad que se le ha asignado a la noción del pecado. Alabo los dones del espíritu como una de las formas de la poesía. Soñó y predicó que su reino también era para el disfrute de este mundo y de todos los mundos posibles de existir.

Nunca fue torturado ni escarnecido, como tampoco fue condenado a morir ignominiosamente en una cruz. Su castigo ha sido mucho más profundo y perverso: Ha sido tergiversado por los siglos de los siglos.

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