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Cauca, semillero de re-existencias

Por Socorro Corrales Carvajal

Creí que los recuerdos son algo que uno tiene y que uno guarda y no algo que uno es, y pretendí ignorar que la memoria es la materia misma de que están constituidas, al menos en parte, la conciencia y la existencia.

Gustavo Wilches Chaux

Recuerdo con frecuencia el terremoto de 1983 que destruyó gran parte de la Popayán. Para mí, tal hecho trágico es un parteaguas individual y social por los procesos organizativos que emergieron y otras iniciativas comunitarias que se evidenciaron y se irradiaron desde esta ciudad en la que me descubrí y me he rehecho. El Cauca ha sido protagonista de luchas indígenas, campesinas, afrodescendientes y ecológicas, por ejemplo en torno a la hidroeléctrica de la Salvajina y la denuncia de los comuneros de Novirao por el monocultivo de pinos auspiciado por Cartón Colombia; el auge inicial de las medicinas alternativas; los procesos de paz como el del M-19, el Quintín Lame; las madres comunitarias, las iniciativas de etnoeducación y de salud comunitaria, por nombrar lo más conocidos o evidentes entre los años 70 y 90.

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Terremoto de Popayán, una tragedia que no se olvida. Obra del Maestro Fernando Botero.

Procesos organizativos que contribuyeron significativamente, que celebro y agradezco en mi experiencia siempre reconstruida por mis vivencias en el Cauca. Mi gratitud es de inmensa alegría por este terruño que está pegado a mi piel cual epifanía de otras alter-nativas al repasar, volver mi vista atrás en aprendizajes y puntos de vistas ecofeministas emergidos y nutridos con tantas mujeres con las que he entretejido historias de vida en varios de los procesos que he señalado. Historias repletas de preguntas, dilemas, osadías que ayudan a comprender lo que significan los derechos de las mujeres en el cuidado de la vida digna, la biodiversidad y el Bien común.

En suma, son historias de la coexistencia y convivencia en la diversidad y la pluralidad, que dan cuenta del entramado ecosistémico de necesidades y responsabilidades individuales y colectivas para cuidar y autocuidarnos al repensar el porvenir del Planeta. Porvenir en el que los feminismos se han ido abriendo camino como movimientos emancipadores que deconstruyen estereotipos y hegemonías culturales, académicas y políticas. Deconstrucción que permite visibilizar y recrear saberes ancestrales en diálogos con formas contemporáneas de indagación y protección de los cuerpos y territorios que son, por antonomasia, los hábitats de la Biodiversidad.

En mis recuerdos vitales por el Cauca añoro los chontaduros, la carantanta, las empanadas y los tamales de pipián, el Café alcázar, el salpicón de Baudilia y la librería el Zancudo de la que evocó los libros que yo vendía y algunos de los que leía con avidez. Recuerdos que alimentan y expanden mi memoria de recién llegada a Popayán, de mujer adoptada y resignificada por lo que aprendí y de lo que me desprendí. En el Cauca renací. Además de Popayán y la librería, al comenzar a recorrer otros municipios o lugares: Timbio, Santander, Tierradentro, El macizo o Guapi fui avizorando otras nociones de vida, de país, y de mi propio yo. Otras tonalidades y expresiones fueron sembrándome inquietas preguntas por aprender del pedazo de país que me acogió, que me hizo y me hace ensayarme en los intentos por descolonizarme de una historia única.

La historia única que yo tenía de mí, de Colombia, de la vida, se fue matizando y agrandando. Estelas multicolores de lo que es nuestro país en Indoamérica, y en el mundo entero, fueron apareciendo mientras leía y trabajaba en la Librería el Zancudo

-el único contra quien el gringo nada pudo-. El zancudo fue un lugar de encuentros y conversas interétnicas, intergeneracionales e interdisciplinares en torno al Cauca, libros y revistas de Colombia y de otros países: México, Cuba, Pekin-China, Francia. Yo iba leyendo mientras oía y sentía susurros de que algo sucedía más allá del Barrio Bolívar, del Parque Caldas, del Puente del Humilladero y de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Cauca. Lugares que yo transitaba para llegar a mi refugio familiar en el que me esperaban mi hijo e hija nacidas en Popayán. Mientras cuidaba a mis infantes decantaba ese aluvión de sensaciones y reflexiones que se me ocurrían de ver y sentir un sinnúmero de personas que se interesaban por libros y por lo que acontecía en el mundo y en especial en el Cauca, el departamento que puede ser epílogo de Colombia, por su vasta y diversa geografía, por su particular manera de hablar en diminutivo, por los movimientos de reexistencia que fueron aflorando a la par del proceso organizativo del Consejo Regional Indígena -CRIC-.

El CRIC fue y es todavía referente y epicentro nacional e internacional de luchas indígenas por la tierra, la autonomía, la educación y la justicia propias, por defender las lenguas ancestrales que han sobrevivido a la expropiación colonial. Epicentro de encuentros indígenas en los que intelectuales, artistas, estudiantes, activistas, sindicalistas se interesaban. Epicentro también de mis procesos de pensarme y acercarme a otras maneras de percibir y dimensionar la vida personal, familiar y académica. Vida que al fin y al cabo solo es una, en la que confluyen episodios socioculturales de geografías y biografías que nos constituyen en seres biodiversos.

Popayán es epicentro de cómo se asume y aprovecha una catástrofe por quienes han sido discriminados o ignorados al no contar con una vivienda. “Tener una casa no es riqueza, y no tenerla es mucha pobreza”, así reza un adagio popular. Adagio que resume en buena medida lo que sienten y necesitan las personas para resguardarse de las inclemencias cotidianas a las que han sido sometidas por no contar con condiciones básicas en un refugio en el que se sientan dignas de vivir. Las luchas por una vivienda son parte de los procesos de migración que han hecho que las ciudades sean construidas o reconstruidas por quienes necesitan techo, los sin techos, los minorizados y empobrecidos en este país. Así lo evidencié en el Barrio Solidaridad, uno de los 44 nuevos barrios de Popayán, que comenzaron a surgir tan pronto sucedió el terremoto en 1983.

Con cierta nitidez mis recuerdos reafirman que el movimiento sísmico de 1983 dio lugar a un remezón social de gran envergadura. Remesón que amplió y confrontó a Popayán con el adentro y el afuera. Popayán no era ni es el Cauca. Me arriesgo a decir que hoy por hoy Popayán es menos visitado que los demás municipios u otros municipios distintos a la capital. Que el Cauca con su diversidad étnica, lingüística, cultural, geográfica, ambiental hizo que después del terremoto Popayán se expandiera y diversificará. Popayán se fue poblando de cosmovisiones barriales, comunales, campesinas, indígenas que han modificado los relatos del Cauca grande y chico a la vez. Han quebrado los imaginarios estandarizados de la ciudad blanca, universitaria, de poetas y presidentes, de Semana Santa famosa y gloriosa.

El terremoto de 1983 es prueba de que en los desastres naturales irrumpen o se agrandan las asimetrías sociales, pero también relucen realidades historias invisibilizadas. Las historias o-cultas salieron del secretismo que pretendía resguardar el legado colonial. Popayán puede considerarse una ciudad poscolonial en el sentido de que dejó de ser la colonia apropiada y concentradora de hidalguías y noblezas para dar paso a la pluralidad, a la reexistencia de otras posibilidades de ciudad. Las diversidades han existido siempre pero no las queríamos o temíamos ver. Diversidades ignoradas y hasta despreciadas por las historias únicas que homogenizan e inferiorizan otras formas de ser y estar en el mundo.

Mi experiencia de librera, de participante en los Congresos del CRIC, de activista ecológica, integrante del Grupo ambientalista que tuvo como lema “No queremos medio ambiente, lo queremos entero”. Grupo que acompañó a quienes invadieron terrenos, de aficionada a las tertulias sindicales y estudiantiles, me fue confrontando con mi inmersión o permiso en el proceso de los llamados asentamientos, en especial en el que hoy es el Barrio Solidaridad. De esta parte de mi historia, escribí “Pedagogía de y en la marginalidad”.

En ese escrito decanté parte de la que consideró una huella social del terremoto, con mi aprecio por la Investigación acción participativa -IAP-, los diálogos de saberes, la alfabetización emancipadora con Freire, Lola Cendales y Araceli de Tezanos en mi cabeza, la importancia del agua como líquido vital, los procesos de autoconstrucción en los que las mujeres fueron pioneras y comenzaron a prepararse las madres comunitarias. Experiencias que me conmovieron tanto por las necesidades de las poblaciones empobrecidas como por sus capacidades de sobrevivencia con ingenio y con ganas de aprender, como el hecho de acudir al Sena para la capacitación en autoconstrucción, tramitar ante el ICBF solicitudes para la protección y atención de la niñez que convivía en las carpas, en los hacinamientos. Mientras se gestaban iniciativas para hacer realidad los sueños de una casa.

Solidaridad fue una muestra palpable de ayuda mutua y vecinal con las vigilias y alertas nocturnas para proteger la toma de terrenos bajo el mantra u oración de convicción y firmeza: “De aquí nadie nos mueve”. Estas alertas eran admirables, las mujeres fueron protagonistas de la huida de los inquilinatos y luchar por tener algún día techo propio. También fue muestra de la cooperación internacional. Fueron las mujeres las que más defendían los terrenos tomados, las que buscaban cómo tener agua para los alimentos y el aseo personal, cómo trazar calles, un parque, la escuelita “Semillero de libertad” con el liderazgo de la señora Rosa y otras mujeres que recuerdo con cariño, como Amparo, Laura, Olga y muchas más. El Salón comunal fue clave por ser el lugar de reuniones en las que las ideas salían a borbotones de cómo debía ser el barrio que construirían. Las mujeres priorizaban los lavaderos mientras los hombres pedían con urgencia una cancha de fútbol.

En este entretejido de necesidades, mujeres y hombres coincidían que no podían arriesgarse a construir el barrio sin estudios técnicos. Ante esta consciencia y persistencia de construir poco a poco las viviendas con normas de seguridad, fue preciso acudir a la Facultad de Ingeniería de la Universidad del Cauca. También para la Universidad el terremoto removió sus esquemas educativos al disponerse a trazar con la comunidad las calles, los espacios indispensables como el Salón comunal, la escuela y el puesto de salud, y con la llegada de estudiantes y profesores que querían aportar en este proceso de transformar los hacinamientos en lugares seguros y dignos de aprehender y proteger.

Fueron años de luchas en los que fueron poco a poco asomando cosmovisiones diversas en las que nunca faltaron tensiones ni diálogos para atenderlas. Años de sintonizar la re-existencia social y política en defensa de tierra para construir una casa y dejar fluir nuevas narrativas de la ciudad blanca y letrada de la que quisieron siempre hacer parte quienes vivían en la periferia de Popayán o en otros municipios y rincones de Colombia. Fue un renacimiento existencial al diversificar la historia, la experiencia, las formas organizativas, los procesos de aprendizajes de lo popular y lo público. En este florecimiento se fueron gestando la apropiación participativa de los derechos a una vida digna, a la demanda e incidencia a las administraciones municipales. Pienso que fueron años de siembra local y departamental que brotaron y cosecharon en la Constitución del 91. Siembra que se sigue regando y prospectado en organizaciones y alianzas como las que actualmente defienden al Cauca como Región especial de paz. Algunas de estas organizaciones he tenido la oportunidad de conocer, participar y de las que sigo nutriendo mis aprendizajes y apuestas ecofeministas.

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