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‘Yo no olvido al año viejo’

«Nunca me gusta hacerme pasar como compositor de ninguna obra. No he creído que uno compone nada, sino que lo único que hace es recoger motivos de lo que está con perfección hecho. De acuerdo con la cultura, con ese pulimento que uno tiene, puede recoger la obra. Nadie compone nada. Todo está compuesto con perfección. Uno lo que hace es descomponer.» Crescencio Salcedo

Redactado por Paloma Muñoz-directora del Diario El Nuevo Liberal

En los últimos días de diciembre, cuando el eco de las festividades resuena en cada rincón, surge una melodía atemporal que nos envuelve, ya sea en casa, en la oficina, en el auto o en la bulliciosa calle. Esta canción, que ha tejido su magia a lo largo de los años, lleva consigo un ritmo y una letra que penetran de manera sutil en nuestros pensamientos, cuerpos y almas.

Crescencio Salcedo, compositor (q.e.p.d.)

Yo no olvido el año viejo,
porque me ha dejado
cosas muy buenas.
Me dejo una chiva,
una burra negra,
una yegua blanca
y una buena suegra…

Es una pieza musical que despierta alegría, pero al mismo tiempo, sus acordes también evocan sentimientos de melancolía y tristeza. Mientras resuena, algunos de nosotros quizás sintamos el impulso de escapar, de escondernos, tal vez porque nos recuerda que otro año de nuestra vida se está despidiendo. Y este no es un hecho trivial.

Las emisoras de radio se convierten en cómplices al compartir esta canción varias veces durante la víspera del 31 de diciembre. A medida que las manecillas del reloj avanzan hacia la medianoche, la melodía se transforma en una mezcla de melancolía, tristeza y suspiros. Cantamos y reímos, pero en lo profundo, el alma susurra y llora.

Tony Camargo, cantante mexicano quien inmortalizó con su voz “El año viejo” (q.e.p.d.)

Para las abuelas y abuelos de la casa, esta canción es más que una melodía, es una reliquia atesorada y resguardada con cuidado en el viejo baúl. En el polvoriento disco de acetato, apenas se puede discernir su título: ‘El año viejo’. Es un tributo musical a las memorias pasadas, a los años que se despiden como hojas caídas en el otoño de nuestras vidas. Y así, cada año, esta canción nos recuerda que el tiempo avanza, llevándonos hacia nuevas experiencias, pero dejando atrás esos fragmentos nostálgicos de nuestro propio “año viejo”.

En lo más profundo de las raíces colombianas, un hombre que nunca aprendió a leer ni escribir, pero cuya alma resonaba con la música de la tierra, dio vida a una canción que ha perdurado durante más de seis décadas. Crescencio Salcedo Monroy, nació en Palomino, municipio de Pinillos, Bolívar, el 27 de agosto de 1913, un agricultor indígena, se convirtió en el creador de “El año viejo“, una melodía que trascendió fronteras y se arraigó como un himno esencial para despedir al año que se va.

Caminaba con la pata al suelo, afirmaba que necesitaba sentir el sabor de la tierra bajo sus pies. No había calles pavimentadas en aquel tiempo, especialmente en el remoto campo donde Crescencio vivía. Su conexión con la naturaleza, sus flautas talladas a mano, y la habilidad para expresar sus sentimientos a través de la música lo convirtieron en un recogedor de sonidos, como él mismo solía decir.

“El año viejo” nació hace aproximadamente 70 años, grabada por primera vez en 1953. Crescencio Salcedo Monroy, nacido el 27 de agosto de 1913 en Palomino, un pequeño pueblo del estado de Bolívar, Colombia, se autodenominaba no como un compositor, sino como un aprendiz de sonidos, cuya escuela era el vasto campo y cuyos maestros eran los pájaros.

En una conexión única entre dos mundos, la canción encontró su voz en México, interpretada por un cantante nacido entre luces de neón y música de escenario. Los padres del intérprete eran artistas itinerantes de teatro, dando a la canción una travesía que cruzó fronteras y resonó en corazones latinoamericanos.

Así, “El año viejo” se convirtió en algo más que una canción; se convirtió en un legado, en la expresión de un hombre que encontró la música en los susurros del viento y la melodía en el canto de los pájaros. Crescencio Salcedo Monroy, el recogedor de sonidos, dejó una huella imborrable en la cultura musical latinoamericana con su creación atemporal.

Crescencio Salcedo: El Maestro de los Sonidos Cotidianos

En las entrañas de la tierra colombiana, Crescencio Salcedo Monroy era más que un hombre; era una orquesta ambulante que llevaba consigo la sinfonía de la vida diaria. Su garganta, un escenario único, albergaba la habilidad de imitar los sonidos de la trompeta, el saxofón, la gaita y los tambores. Él, modestamente, sostenía que no inventaba nada, simplemente compartía lo que veía todos los días en su entorno.

“En mi casa tengo una chiva, una yegua blanca, una burra negra y una suegra con la que me llevo bien”, decía entre risas Crescencio, un hombre que encontraba inspiración en la cotidianidad y llevaba consigo una mochila de cabuya donde resguardaba las flautas que él mismo fabricaba. Era conocido por el peculiar apodo de ‘Compai Mochila’, que reflejaba su conexión con la música que cargaba literalmente en su espalda y compartía en el bullicioso parque del pueblo.

Su legado trascendió las fronteras del tiempo y el espacio. “El año viejo”, la creación de este humilde agricultor indígena, se erige como un patrimonio nacional en Colombia. La canción, impregnada con la esencia de la vida rural y la habilidad única de Crescencio para transmitir los sonidos de su entorno, se convirtió en un testamento musical de la riqueza cultural del país.

A través de sus flautas y su voz, Crescencio Salcedo Monroy logró capturar la esencia de la vida cotidiana, elevando los sonidos simples a la categoría de arte. Así, ‘Compai Mochila’ se convirtió en un maestro de la melodía, inmortalizando en su música la riqueza de las tradiciones colombianas y dejando un legado que resuena en cada nota de “El año viejo”, un tesoro sonoro que perdura como un patrimonio valioso en el corazón de Colombia.

En los meses previos a su despedida terrenal el 3 de marzo de 1976, Crescencio Salcedo Monroy, se encontraba en la bulliciosa calle Junín de Medellín, vendiendo las flautas que él mismo fabricaba. Sentado en la banca del parque, colocaba un letrero que declaraba con dignidad: «Aquí no se pide limosna. Se venden flautas a cien pesos». Así, en la última etapa de su vida, el maestro de los sonidos cotidianos ofrecía su arte al mundo.

Sin embargo, el destino de los grandes hombres a veces se teje con hilos de soledad. Crescencio partió de este mundo como lo hacen los héroes olvidados, solo y abandonado, dejando tras de sí un legado musical que resonaría mucho más allá de su tiempo.

Pero la historia de “El año viejo” no se apaga con la muerte de su creador. En la vastedad musical de México, un ícono tropical, Tony Camargo, se convirtió en el intrépido portavoz de esta melodía atemporal. Nacido en Guadalajara en 1926, Camargo no solo llevó la canción a nuevas alturas, sino que también se convirtió en un gigante de la música, comparado incluso con el legendario Beny Moré.

Con una carrera fascinante, Camargo cantó con las grandes orquestas de México, Cuba y la famosa Billos Caracas Boys de Venezuela. Su voz, familiar para nosotros al interpretar “El año viejo”, ha sido la banda sonora de celebraciones y despedidas a lo largo de los años.

La historia de cómo esta joya musical llegó a las manos de Tony Camargo tiene su génesis en Caracas, Venezuela, en 1952, cuando escuchó “El año viejo” y otras creaciones de José Barros y Pacho Galán. Fascinado, llevó consigo estas canciones a México, donde grabó su primer larga duración (LP) en 1953, con la orquesta del pianista Rafael de Paz.

En sus propias palabras, Tony Camargo lamenta no haber ido a Colombia para abrazar a Crescencio Salcedo, el genio detrás de “El año viejo”. Así, la melodía que une a dos mundos, la de un humilde recogedor de sonidos y la de un gigante de la música tropical, continúa resonando, trascendiendo fronteras y tiempos, enriqueciendo el legado musical de ambos maestros.

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