Inicio OPINIÓN PALOMA MUÑOZ Los niños y niñas del Cauca y la violencia silenciosa

Los niños y niñas del Cauca y la violencia silenciosa

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En las montañas del Cauca, donde los ecos de los enfrentamientos armados resuenan con una frecuencia escalofriante, un drama aún más perturbador se desarrolla en las sombras: el reclutamiento de 350 niños indígenas por grupos criminales ligados al narcotráfico. Estos niños, arrebatados de sus comunidades y utilizados como escudos humanos, representan una forma de violencia que va más allá de lo físico y se infiltra en el tejido social, desmoronando familias y comunidades enteras.

Durante su reciente visita al Cauca, el presidente Gustavo Petro no dudó en denunciar esta situación como un delito de lesa humanidad. “Un niño no es un combatiente; es un rehén,” afirmó Petro, resaltando la gravedad de emplear a los más vulnerables como herramientas en un conflicto que parece no tener fin. Pero esta denuncia, aunque crucial, apenas roza la superficie de una problemática mucho más profunda.

La violencia que devora al Cauca es un microcosmos de una realidad nacional: una sociedad que ha normalizado la brutalidad y la indiferencia. Ejemplos cotidianos abundan, aunque a menudo pasen desapercibidos. Mujeres heridas por sus parejas, vecinos asesinados por disputas triviales, y ese veneno que se destila en los chats llenos de insultos y deseos de aniquilar al contradictor. Esta violencia, aunque menos espectacular que una toma de rehenes, es igual de devastadora para el tejido social.

Nos enfrentamos a una guerra interna de todos contra todos, un conflicto silencioso que no respeta fronteras ni contextos. Este es el verdadero origen de nuestra violencia: la incapacidad de reconocernos en el otro. Seguimos perpetuando divisiones y alimentándonos de una violencia cotidiana que carcome la sociedad. Nos hemos convertido en espectadores pasivos, cómodos en nuestra indignación digital pero reacios a la acción tangible.

¿Nos importa realmente el destino de estos niños del Cauca? ¿Nos hemos detenido a pensar en ellos, más allá de las declaraciones en redes sociales? Es fácil vociferar en el vacío digital, señalar culpables y exigir justicia desde la comodidad de una pantalla. Pero, ¿cuántos de nosotros estamos dispuestos a confrontar las raíces de esta violencia? ¿A cuestionar nuestras propias actitudes y comportamientos que perpetúan el ciclo de odio y segregación?

El Cauca, con su dolor y su lucha, nos muestra una verdad incómoda: la violencia no es solo una cuestión de balas y sangre. Es también una cuestión de indiferencia, de clasismo, de racismo y de una sociedad que se ha acostumbrado a mirar hacia otro lado. Al parecer necesitamos un psicoanálisis colectivo, una reflexión personal sobre quiénes somos y qué estamos dispuestos a hacer para cambiar esta realidad.

Los niños del Cauca no son solo víctimas del narcotráfico; son víctimas de una sociedad que ha fallado en protegerlos, de un sistema que privilegia la comodidad sobre la compasión. Si queremos cambiar, debemos empezar por reconocernos en ellos, por entender que su dolor es nuestro dolor. Para que comencemos a sanar las heridas profundas que les hemos ido causando con la indiferencia y el olvido de su realidad.

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